La conocí un verano a finales de los ochenta, cargaba dos sacos de lona en los que trasladaba sus últimas pertenencias de su mudanza para comenzar a morar en aquel departamento ubicado justo debajo del que yo habitaba; era claro que no era de aquí, ninguna muchacha de la colonia “Mineral de Marfil” usaría esa blusa fucsia y escotada sin brassier, con sus pantalones de mezclilla de corte en pitillo que le hacían resaltar un cuerpazo bien trabajado y unos sneakers que la acompañaban a todos lados. Destacaba la forma tan fresca de su porte, seguro se encontraba a medio camino de sus veinte años de edad.
La
vi llegar mientras yo jugaba entre las escaleras del multifamiliar en que vivía,
hasta
entonces yo siempre jugueteaba ahí, procurando pasar desapercibido de los demás
niños de mi vecindario; habitaríamos el mismo espacio común durante nueve meses,
ella también me notó, acarició mis cabellos y dijo - ¡Qué bonito plebito, tan
guapito! Es el recuerdo más antiguo que tengo de haberme sonrojado por primera
vez.
Le
ayudé a cargar una caja de zapatos de la que sobresalían unos listones zurcidos
a unas zapatillas de tela; más tarde, subió hasta la puerta de nuestro
departamento para presentarse, se llamaba Gisela.
Transcurrió
una semana y de nueva cuenta coincidimos entre las escaleras de nuestro
condominio, le sonreí y se percató que recién mudaba mis dientes, sacó un
frasco lleno de monedas de chocolate, -¡Toma plebito, te las trajo el ratoncito
- , una sonrisa con ventanillas frontales le mostró mi gratitud y volvió a
despeinarme mientras repetía, - ¡Qué bonito plebito, tan guapito!-. Ella
también sonreía muy bonito.
Mi
hermana pequeña, Sarita, fue quien primero descubrió los secretos detrás de esa
puerta, en la que a toda hora sonaban cassettes de moda y, sobre todo, los
pasos y saltos de alguien que bailaba y bailaba. Una tarde, Sarita, con apenas tres años de
edad, descubrió la forma de abrir la puerta de nuestro departamento y escapó
para seguir los pasos de una gatita que era nuestra mascota; mi madre, yo y mi
hermana mayor, iniciamos una búsqueda desesperada durante varios minutos.
–
¡Sara!, Saritaa! ¿Dónde estás? , nadie contestaba.
-
¡Saraa, Saritaa!, ¿Dónde estáaas?, nadie contestaba.
Mientras
nuestra preocupación se acrecentaba, detrás de la puerta del departamento 1-D
sonaba con fuerza la canción “I Wanna
Dance With Somebody (Who Loves Me)” de Whitney Houston, unos instantes
después Gisela puso fin a nuestra angustia; - ¡Mary, Mary, aquí está Sarita!, la
encontré jugando sola entre la jardinera del frente, por eso la invité a pasar
y comer sopita de letras, estaba a punto de subir a tu departamento para regresarla
a casa.
Mi
hermana lucía cómoda mientras comía, en la TV se reproducía un VHS con videos
musicales de MTV y todos fuimos
convidados a merendar un poco de aquella sopa, mi madre aportó algo de queso de
hebra que desmenuzó en los platos para que los cuatro disfrutáramos de aquella
sencilla merienda. Alrededor de una desvencijada mesa charlaban Gisela y mi
madre, mis hermanas merendaban, mientras que yo, yo no podía despegar los ojos
de un video musical que se reproducía en aquella televisión, tiempo después fui
consciente de que se trataba del video musical Under Pressure de Queen y
Bowie.
Ganada la amistad y tras merecer que las puertas de ese apartamento nos fueran confiadas, fui yo quien descubrió la magia de Gisela; un poster enmarcado colgaba en medio de la pared de su sala, estaba impreso con una silueta oscura de una mujer sobre un fondo púrpura, aquella esbelta silueta claramente era la de Gisela bailando, haciendo un grand plié apoyada sobre sus dos piernas, algo así como al estilo de la Graham. Unas letras color neón en la parte baja del cartel anunciaban: “Fantasía de Verano, SANCHO’S DISCOTEQUE, sábado 20 de agosto de 1988 10:00 pm, Cover: $5000.00”. Gisela era bailarina, había llegado desde Sinaloa para ser animadora en aquella discoteca de moda en Guanajuato y, de alguna forma u otra, terminó viviendo en el mismo edificio que nosotros.
Transcurrió
la fecha anunciada por aquel afiche, fue una de las últimas tardes de aquel
verano, mientras yo jugaba en la parte trasera de nuestro edificio, procurando que
nadie me notara, escuché la cizaña con la que otra vecina le expresaba a su
hija el desprecio que sentía contra Gisela, – Esa pinche piruja ya está con su
música otra vez, ¡Ojalá se largue pronto de aquí¡ -
Sentí
que el veneno de esas palabras apestó todo el aire del entorno, nuestro vecindario
nunca le perdonó a Gisela su forma de ser así como nunca me lo perdonaron a mí,
era una rechazada igual que yo lo era, aunque nos separaban casi veinte años de
edad; eran muchos los rostros que, al cruzarse en su camino, solamente le brindaban
bocas torcidas y miradas volteadas hacia otro lado. Ella nunca dejó de sonreír,
seguía viendo con la mirada de frente sin perder de vista su camino, fue una de
las lecciones de orgullo que le aprendí para el resto de la vida.
Gisela,
igual que mi familia, se convirtió en otra excluida dentro de esa triste colonia
de empleados aspiracionales; ella por “ser una vulgar bailarina”, según las
buenas conciencias que ahí habitaban, nosotros, por pobres e hijos de un
minero, “¿cómo es que acabaron viviendo aquí?” se preguntaban nuestras
consternadas vecinas. A esto se sumaba un muy buen aleccionamiento a los niños
del rededor, para que evitaran juntarse o hacer amistad con un mariconcito como
yo.
La
ventana de mi habitación asomaba al traspatio de lavado de Gisela, muchas
mañanas de sábado yo despertaba y la veía a través del cristal mientras hacía
su lavandería, bailaba con unos walkman sujetos a su cadera y unos audífonos
colocados en sus oídos mientras colgaba al sol sus prendas, varios pares de calentadores
en el tendedero fueron mi horizonte recién iniciada mi infancia; la mayoría
eran color rosa pastel, un tono muy popular entonces, siempre quise una fiesta
de cumpleaños con tonos de ese matiz de colores y, sobre todo, siempre quise
bailar como ella lo hacía, sin la vergüenza que muchas veces me hicieron sentir
por la forma en que me movía.
Ella
vivía sola con su música y su baile; ocasionalmente, aparecían en nuestro
vecindario un par de camionetas con las siglas PGR, también dos sujetos mal
encarados permanecían custodiando los alrededores de nuestro edificio y, además
se presentaba, el Comandante Enríquez, un regordete policía judicial que apenas
sobrepasaba los cuarenta años de edad, cuando esto sucedía mi madre nos
instruía para no permanecer mucho tiempo en los alrededores.
Siempre
que el visitante permanecía en el departamento de Gisela, la música, el baile y
ella desaparecían, su esencia se esfumaba; las personas adultas tendemos a
pensar que los niños no se dan cuenta de algunas crudas realidades, olvidamos o
fingimos olvidar aquellas de las que nos percatamos en nuestra infancia. No recuerdo
exactamente cómo fue, pero siempre supe y fui consciente de que ella era la
amante de aquel Comandante.
Cuando
éste se marchaba, transcurrían varios días para que la música y el baile
sonaran de nuevo tras esa puerta, con el
tiempo comprendí que, tras esas visitas, Gisela se entristecía; no creo que lo
hiciera por su partida, ni porque lo extrañase, sino que aquel huésped la
dejaba vacía de sí, siempre que él la había visitado y ella me encontraba
jugando a hurtadillas entre las escaleras de los departamentos, me pedía que la
ayudara a reacomodar su biblioteca. Tras esas citas, ella pasaba mucho tiempo
limpiando el polvo de sus libros, mucho más que leyéndolos, de esa forma yo
sabía que estaba triste.
Nos
parecemos en lo anterior; ahora, cuando un mundo de pesares también me invade y
no soy capaz de hojear y concentrarme en las letras que contienen mis libros, también
paso mucho tiempo reacomodando y limpiando mis libros, durante esos episodios procuro
que al menos se mantengan limpias las portadas los preservan.
Mientras
pasábamos los trapos por encima de sus libreros, recuerdo haber visto una portada
impresa con la imagen de lo que parecía un bello elfo; ataviado con rosas
carmesí en flor, proyectaba la misma energía que aquel afiche de Gisela. Pasados
los años, me di cuenta que se trataba del hermoso Nijinsky, en su
interpretación de “El Espectro de la Rosa”.
Cuando
Gisela recobraba su magia, nuevamente reproducía alguno de sus decenas de
cassettes y volvía a bailar sin razón alguna, sólo por la necesidad de hacerlo.
Una ocasión que fui invitado a su estancia, la cual se convirtió en otro de mis
refugios sociales, buscó entre su ropero una estola color púrpura, reprodujo
música y bailamos dando giros mientras sujetábamos aquella prenda, mi hermana
Sarita brincaba y aplaudía de emoción mientras nos veía ser felices; fue la
primera ocasión que bailé sin sentirme avergonzado al hacerlo.
Gisela
era valiente, porque hay que serlo cuando uno lucha por sus anhelos a contra
corriente, también fue valiente para mí; una ocasión, cuando yo llegaba a casa
de la escuela, cursaba primer grado de primaria, caminaba para entrar a mi edificio
cuando la voz de un puberto vociferó, - ¡Ahí va el pinche joto!, seguido de un chiflido y varias risas resonaron desde otros
departamentos.
Ella
escuchó el insulto, abrió la puerta de su departamento y me invitó a pasar mientras
decía con voz fuerte, - ¡Angelito, Angelito!, pásate bonito, tengo unos
chocolates para ti, nunca le hagas caso a gente que siempre está triste y
enojada con la vida -. Volvió a regalarme un puñado de monedas de chocolate
envueltas en papel metálico dorado.
En
ese momento yo no comprendía todo lo que implicaba aquel insulto, pero sí
sentía lo punzante que era, sobre todo fui comprendiendo lo que conllevaba, un
empujón de espaldas, no querer compartir algún juego conmigo, no ser invitado a
alguna fiesta de cumpleaños, un escupitajo, más insultos y alguna patada o
puñetazo lanzados al azar contra mí. Eran dardos de la misma especie que el que
la madre del adolescente lanzó contra Gisela y que yo había escuchado unos
meses atrás. Con el tiempo comprendí que aquella familia se reprodujo en la
violencia y sentí tristeza por su suerte; la madre, la hija y el hijo eran
víctimas de las maltratos de un padre que, sólo eso les pudo brindar además de
abandono.
El
departamento 1-D, se convirtió en un refugio donde, además de bailar libre aprendí
a amar los libros, a entender que no debía sentirme apenado por la forma en que
me movía, a dejar pasar lo que otras personas decían, a contestarles con filo
cuando era necesario pero, sobre todo, a ser como se me diera la gana, a ser
libre. Varios sábados a finales de los ochentas fui feliz al despertar y observar
en el panorama de mi ventana un montón de calentadores de bailarina recién
lavados y tendidos al sol para secarse.
La
siguiente primavera dejé de verlos, Gisela nos mandó llamar para despedirse, no
recuerdo cuál fue la explicación de su partida, no recuerdo ni su nombre
completo, ni los rumbos que le confió a mi madre que tomaría, ella tampoco los
recuerda. Sólo recuerdo que se despidió mientras decía, -Toma plebito, te las
dejó el ratoncito -, obsequiándome un frasco con lo que restaba de aquellas
monedas doradas de chocolate que siempre tuvo para mí. Estoy seguro que partió para continuar sus sueños
sin ataduras y continuar siendo una de las mujeres más hermosas y libres del
mundo.
Tiempo
después, ya con el internet y las redes sociales en mi presente, intenté
rastrear alguna pista acerca de alguna Gisela bailarina, originaria de Sinaloa
y que, en algún momento, habitó en Guanajuato capital, sentía curiosidad por
saber qué fue de ella pero no logré nada al respecto. Donde quiera que se
encuentre, espero que siga escuchando música y bailando sin razón o causa
alguna, que lo haga por el mero pretexto de ser feliz y de vivir sin importar
lo que los demás opinen sobre la vida otros.
Hoy
vivo al lado de mi propio apasionado por la música y de bailar sin razón alguna,
mi propio y amado bailarín contemporáneo, quien constantemente me vuelve a
enseñar algo acerca de danzar para sobrellevar la existencia con más felicidad.
Mientras caliento un poco de agua para preparar algo de “sopita de letras” para
la merienda que tomaremos, recuerdo a Gisela, mi hermoso elfo se cubre de rosas carmesí
a su alrededor y yo, yo sonrío por la vida.
A.G. Cabrera 31/Dic/2023