domingo, 31 de diciembre de 2023

Calentadores en el Tendedero.


La conocí un verano a finales de los ochenta, cargaba dos sacos de lona en los que trasladaba sus últimas pertenencias de su mudanza para comenzar a morar en aquel departamento ubicado justo debajo del que yo habitaba; era claro que no era de aquí, ninguna muchacha de la colonia  “Mineral de Marfil” usaría esa blusa fucsia y escotada sin brassier, con sus pantalones de mezclilla de corte en pitillo que le hacían resaltar un cuerpazo bien trabajado y unos sneakers que la acompañaban a todos lados. Destacaba la forma tan fresca de su porte, seguro se encontraba a medio camino de sus veinte años de edad.


La vi llegar mientras yo jugaba entre las escaleras del multifamiliar en que vivía, hasta entonces yo siempre jugueteaba ahí, procurando pasar desapercibido de los demás niños de mi vecindario; habitaríamos el mismo espacio común durante nueve meses, ella también me notó, acarició mis cabellos y dijo - ¡Qué bonito plebito, tan guapito! Es el recuerdo más antiguo que tengo de haberme sonrojado por primera vez.

 

Le ayudé a cargar una caja de zapatos de la que sobresalían unos listones zurcidos a unas zapatillas de tela; más tarde, subió hasta la puerta de nuestro departamento para presentarse, se llamaba Gisela.

 

Transcurrió una semana y de nueva cuenta coincidimos entre las escaleras de nuestro condominio, le sonreí y se percató que recién mudaba mis dientes, sacó un frasco lleno de monedas de chocolate, -¡Toma plebito, te las trajo el ratoncito - , una sonrisa con ventanillas frontales le mostró mi gratitud y volvió a despeinarme mientras repetía, - ¡Qué bonito plebito, tan guapito!-. Ella también sonreía muy bonito.

 

Mi hermana pequeña, Sarita, fue quien primero descubrió los secretos detrás de esa puerta, en la que a toda hora sonaban cassettes de moda y, sobre todo, los pasos y saltos de alguien que bailaba y bailaba.  Una tarde, Sarita, con apenas tres años de edad, descubrió la forma de abrir la puerta de nuestro departamento y escapó para seguir los pasos de una gatita que era nuestra mascota; mi madre, yo y mi hermana mayor, iniciamos una búsqueda desesperada durante varios minutos.

 

– ¡Sara!, Saritaa! ¿Dónde estás? , nadie contestaba.

 

- ¡Saraa, Saritaa!, ¿Dónde estáaas?, nadie contestaba.

 

Mientras nuestra preocupación se acrecentaba, detrás de la puerta del departamento 1-D sonaba con fuerza la canción “I Wanna Dance With Somebody (Who Loves Me)” de Whitney Houston, unos instantes después Gisela puso fin a nuestra angustia; - ¡Mary, Mary, aquí está Sarita!, la encontré jugando sola entre la jardinera del frente, por eso la invité a pasar y comer sopita de letras, estaba a punto de subir a tu departamento para regresarla a casa.

 

Mi hermana lucía cómoda mientras comía, en la TV se reproducía un VHS con videos musicales de MTV y todos fuimos convidados a merendar un poco de aquella sopa, mi madre aportó algo de queso de hebra que desmenuzó en los platos para que los cuatro disfrutáramos de aquella sencilla merienda. Alrededor de una desvencijada mesa charlaban Gisela y mi madre, mis hermanas merendaban, mientras que yo, yo no podía despegar los ojos de un video musical que se reproducía en aquella televisión, tiempo después fui consciente de que se trataba del video musical Under Pressure de Queen y Bowie.   


Ganada la amistad y tras merecer que las puertas de ese apartamento nos fueran confiadas, fui yo quien descubrió la magia de Gisela; un poster enmarcado colgaba en medio de la pared de su sala, estaba impreso con una silueta oscura de una mujer sobre un fondo púrpura, aquella esbelta silueta claramente era la de Gisela bailando, haciendo un grand plié apoyada sobre sus dos piernas, algo así como al estilo de la Graham. Unas letras color neón en la parte baja del cartel anunciaban: “Fantasía de Verano, SANCHO’S DISCOTEQUE, sábado 20 de agosto de 1988  10:00 pm, Cover: $5000.00”.  Gisela era bailarina, había llegado desde Sinaloa para ser animadora en aquella discoteca de moda en Guanajuato y, de alguna forma u otra, terminó viviendo en el mismo edificio que nosotros.  

 

Transcurrió la fecha anunciada por aquel afiche, fue una de las últimas tardes de aquel verano, mientras yo jugaba en la parte trasera de nuestro edificio, procurando que nadie me notara, escuché la cizaña con la que otra vecina le expresaba a su hija el desprecio que sentía contra Gisela, – Esa pinche piruja ya está con su música otra vez, ¡Ojalá se largue pronto de aquí¡ -

 

Sentí que el veneno de esas palabras apestó todo el aire del entorno, nuestro vecindario nunca le perdonó a Gisela su forma de ser así como nunca me lo perdonaron a mí, era una rechazada igual que yo lo era, aunque nos separaban casi veinte años de edad; eran muchos los rostros que, al cruzarse en su camino, solamente le brindaban bocas torcidas y miradas volteadas hacia otro lado. Ella nunca dejó de sonreír, seguía viendo con la mirada de frente sin perder de vista su camino, fue una de las lecciones de orgullo que le aprendí para el resto de la vida.

 

Gisela, igual que mi familia, se convirtió en otra excluida dentro de esa triste colonia de empleados aspiracionales; ella por “ser una vulgar bailarina”, según las buenas conciencias que ahí habitaban, nosotros, por pobres e hijos de un minero, “¿cómo es que acabaron viviendo aquí?” se preguntaban nuestras consternadas vecinas. A esto se sumaba un muy buen aleccionamiento a los niños del rededor, para que evitaran juntarse o hacer amistad con un mariconcito como yo.

 

La ventana de mi habitación asomaba al traspatio de lavado de Gisela, muchas mañanas de sábado yo despertaba y la veía a través del cristal mientras hacía su lavandería, bailaba con unos walkman sujetos a su cadera y unos audífonos colocados en sus oídos mientras colgaba al sol sus prendas, varios pares de calentadores en el tendedero fueron mi horizonte recién iniciada mi infancia; la mayoría eran color rosa pastel, un tono muy popular entonces, siempre quise una fiesta de cumpleaños con tonos de ese matiz de colores y, sobre todo, siempre quise bailar como ella lo hacía, sin la vergüenza que muchas veces me hicieron sentir por la forma en que me movía.

 

Ella vivía sola con su música y su baile; ocasionalmente, aparecían en nuestro vecindario un par de camionetas con las siglas PGR, también dos sujetos mal encarados permanecían custodiando los alrededores de nuestro edificio y, además se presentaba, el Comandante Enríquez, un regordete policía judicial que apenas sobrepasaba los cuarenta años de edad, cuando esto sucedía mi madre nos instruía para no permanecer mucho tiempo en los alrededores.

 

Siempre que el visitante permanecía en el departamento de Gisela, la música, el baile y ella desaparecían, su esencia se esfumaba; las personas adultas tendemos a pensar que los niños no se dan cuenta de algunas crudas realidades, olvidamos o fingimos olvidar aquellas de las que nos percatamos en nuestra infancia. No recuerdo exactamente cómo fue, pero siempre supe y fui consciente de que ella era la amante de aquel Comandante.

 

Cuando éste se marchaba, transcurrían varios días para que la música y el baile sonaran de nuevo tras esa puerta,  con el tiempo comprendí que, tras esas visitas, Gisela se entristecía; no creo que lo hiciera por su partida, ni porque lo extrañase, sino que aquel huésped la dejaba vacía de sí, siempre que él la había visitado y ella me encontraba jugando a hurtadillas entre las escaleras de los departamentos, me pedía que la ayudara a reacomodar su biblioteca. Tras esas citas, ella pasaba mucho tiempo limpiando el polvo de sus libros, mucho más que leyéndolos, de esa forma yo sabía que estaba triste.

 

Nos parecemos en lo anterior; ahora, cuando un mundo de pesares también me invade y no soy capaz de hojear y concentrarme en las letras que contienen mis libros, también paso mucho tiempo reacomodando y limpiando mis libros, durante esos episodios procuro que al menos se mantengan limpias las portadas los preservan.

 

Mientras pasábamos los trapos por encima de sus libreros, recuerdo haber visto una portada impresa con la imagen de lo que parecía un bello elfo; ataviado con rosas carmesí en flor, proyectaba la misma energía que aquel afiche de Gisela. Pasados los años, me di cuenta que se trataba del hermoso Nijinsky, en su interpretación de “El Espectro de la Rosa”.

 

Cuando Gisela recobraba su magia, nuevamente reproducía alguno de sus decenas de cassettes y volvía a bailar sin razón alguna, sólo por la necesidad de hacerlo. Una ocasión que fui invitado a su estancia, la cual se convirtió en otro de mis refugios sociales, buscó entre su ropero una estola color púrpura, reprodujo música y bailamos dando giros mientras sujetábamos aquella prenda, mi hermana Sarita brincaba y aplaudía de emoción mientras nos veía ser felices; fue la primera ocasión que bailé sin sentirme avergonzado al hacerlo.

 

Gisela era valiente, porque hay que serlo cuando uno lucha por sus anhelos a contra corriente, también fue valiente para mí; una ocasión, cuando yo llegaba a casa de la escuela, cursaba primer grado de primaria, caminaba para entrar a mi edificio cuando la voz de un puberto vociferó, - ¡Ahí va el pinche joto!, seguido de un chiflido y varias risas resonaron desde otros departamentos.

 

Ella escuchó el insulto, abrió la puerta de su departamento y me invitó a pasar mientras decía con voz fuerte, - ¡Angelito, Angelito!, pásate bonito, tengo unos chocolates para ti, nunca le hagas caso a gente que siempre está triste y enojada con la vida -. Volvió a regalarme un puñado de monedas de chocolate envueltas en papel metálico dorado.  

 

En ese momento yo no comprendía todo lo que implicaba aquel insulto, pero sí sentía lo punzante que era, sobre todo fui comprendiendo lo que conllevaba, un empujón de espaldas, no querer compartir algún juego conmigo, no ser invitado a alguna fiesta de cumpleaños, un escupitajo, más insultos y alguna patada o puñetazo lanzados al azar contra mí. Eran dardos de la misma especie que el que la madre del adolescente lanzó contra Gisela y que yo había escuchado unos meses atrás. Con el tiempo comprendí que aquella familia se reprodujo en la violencia y sentí tristeza por su suerte; la madre, la hija y el hijo eran víctimas de las maltratos de un padre que, sólo eso les pudo brindar además de abandono.

 

El departamento 1-D, se convirtió en un refugio donde, además de bailar libre aprendí a amar los libros, a entender que no debía sentirme apenado por la forma en que me movía, a dejar pasar lo que otras personas decían, a contestarles con filo cuando era necesario pero, sobre todo, a ser como se me diera la gana, a ser libre. Varios sábados a finales de los ochentas fui feliz al despertar y observar en el panorama de mi ventana un montón de calentadores de bailarina recién lavados y tendidos al sol para secarse.

 

La siguiente primavera dejé de verlos, Gisela nos mandó llamar para despedirse, no recuerdo cuál fue la explicación de su partida, no recuerdo ni su nombre completo, ni los rumbos que le confió a mi madre que tomaría, ella tampoco los recuerda. Sólo recuerdo que se despidió mientras decía, -Toma plebito, te las dejó el ratoncito -, obsequiándome un frasco con lo que restaba de aquellas monedas doradas de chocolate que siempre tuvo para mí.  Estoy seguro que partió para continuar sus sueños sin ataduras y continuar siendo una de las mujeres más hermosas y libres del mundo.

 

Tiempo después, ya con el internet y las redes sociales en mi presente, intenté rastrear alguna pista acerca de alguna Gisela bailarina, originaria de Sinaloa y que, en algún momento, habitó en Guanajuato capital, sentía curiosidad por saber qué fue de ella pero no logré nada al respecto. Donde quiera que se encuentre, espero que siga escuchando música y bailando sin razón o causa alguna, que lo haga por el mero pretexto de ser feliz y de vivir sin importar lo que los demás opinen sobre la vida otros.

 

Hoy vivo al lado de mi propio apasionado por la música y de bailar sin razón alguna, mi propio y amado bailarín contemporáneo, quien constantemente me vuelve a enseñar algo acerca de danzar para sobrellevar la existencia con más felicidad. Mientras caliento un poco de agua para preparar algo de “sopita de letras” para la merienda que tomaremos, recuerdo a Gisela, mi hermoso elfo se cubre de rosas carmesí a su alrededor y yo, yo sonrío por la vida.


A.G. Cabrera 31/Dic/2023

viernes, 23 de diciembre de 2022

Cuento Navideño "Estrellas en las Manos".

 

“ESTRELLAS EN LAS MANOS”

 

Esa noche, mientras mi rostro se iluminaba con los cohetes que estallaban sobre la ciudad, el ambiente húmedo y gélido de aquella colina desde donde los miraba me invadió… Con esa sensación que uno siente cuando regresa a un lugar donde fue feliz, pero del que se marchó porque ya era necesario partir.

 

Mientras se apagan las últimas chispas de colores en el firmamento, vi pasar el fantasma de una estrella fugaz en esa primera madrugada de 1992, sentí la necesidad de regresar corriendo a la cena de fin de año que se daba en  aquella casona, bajé corriendo la pequeña montaña, traspasé con premura la huerta de mandarinas que abrazaba la parte frontal, un ladrido de bienvenida de la centella anunció mi entrada, acaricié el lomo de esa perra por última vez en mi vida y, también por última vez en la vida, cené junto a esa familia reunida.

 


I. SUEÑOS DE MEMBRILLO

 

Hacía tres meses que vivía en casa de mi tío Eustaquio, el mayor de una generación de nueve hermanos y quien, por mucho tiempo, fungió como patriarca de todo el grupo de vástagos que migraron desde Guachochi hasta Guanajuato, era también el hermano más cercano a mi padre.

 

La razón por la que acabé mudándome ahí, fue el proceso de sanación que requirió mi madre, ni su cuerpo ni su espíritu estaban en condiciones de cuidar a los hijos; así, mi hermanita Sarita y yo, de casi 4 y 9 años de edad, los de “en medio”, terminamos a cargo de mi tío en el otoño e invierno de 1991. Mientras mi madre sobrevivía a toda una vida de aflicciones, mi tío y mi tía Albina se encargaron de nosotros.

 

Las caminatas al Cerro de la Sirena, los acarreos de agua desde el río de las piletas, las subidas al Cerro de la Crucita y los licuados de plátano con Cal-C-Tose por las mañanas, fueron los abrazos que recibí durante esos meses, recuerdo de forma entrañable esos afectos y cariños.

 

Desde entonces son constantes los momentos en mi vida que, mientras pelo una mandarina y su cáscara expele gotículas con ese peculiar aroma o, mientras corto pedacitos de ate de membrillo para untar sobre un pan, mi añoranza rememora la huerta con mandarinas, nísperos y membrillos en la que salía a desayunar durante esas mañanas y vuelvo a percibir el aroma de los árboles cubiertos con niebla caída durante las madrugadas.

 

Esos aromas me recuerdan también a mi tía Albina, quien metía membrillos verdes entre su clóset y durante los otoños e inviernos sus ropas olían a esos frutos, a ese momento de mi vida, a… Ella.

 

Llegué a esa casona con una sensación de abandono, cargando una pequeña mochila en la que no faltaron mis tortugas ninja, mis tenis Canadá y las ganas de volver a ver a mamá, se me asignó dormir en la habitación de mi primo Pedro, un adolescente de dieciséis años, fan de Iron Maiden, en una recamara repleta con posters de “Eddie the Head” sosteniendo una cabeza en medio de una especie de holocausto nuclear.

 

Mi cama se improvisó junto a un ventanal colindante a una huerta repleta de árboles; una cortina semitransparente era el único límite entre la oscuridad de ese huerto, mi cama y mi imaginación infantil. El clima otoñal y los vientos de ese cerro, hacían que por las noches los frutales arañaran mi ventana, cada rasguño contra el cristal era una pequeña pesadilla en mi compungida mente, a esto abonaban los perros de la casa, híbridos de pastor alemán y coyote que gustaban de aullarle a la luna.

 

Las primeras dos semanas tras mi mudanza fueron duras, lloraba en silencio las tristezas que me pesaban, mi hermana Sara se volvió a orinar en la cama y mientras, escuchábamos susurros diciendo que mi madre se estaba muriendo, yo sabía que su espíritu estaba cansado, muy cansado de tantas decepciones y que necesitaba recuperar la capacidad de soñar. Saber que mi madre estaba enferma nos hizo aguantamos regaños, los – ¡no llore como niñita! – y los…  pídele al niñito dios que no se muera tu mamá.

 

A la tercera semana hice la costumbre de dormirme escuchando Waisting Lov, tocada en un cassette por una grabadora Boombox, mientras Eddie The Head acurrucaba mi descanso y los aullidos del perrerío arrullaban mis sueños. Todo esto me engendró esa profunda necesidad que tengo a veces, de dormir escuchando música, normalmente sucede cuando tengo la sensación de que me está llevando la chingada por algo que me agobia.

 

Según mi primo, se me fue quitando lo putito cuando dejé de llorar en las noches, en realidad aprendí a disimularlo. En celebración a que, según él, yo ya tenía mis huevitos bien puestos, se propuso completar mi colección de Tortugas Ninja, por lo que una noche de noviembre acudió a una mercería del centro, donde se robó al maestro splinter para completarla, además de una caja de esferas que colgamos en el arbolito de esa navidad.

 

“Dream on brothers, while you can

Dream on sisters, I hope you find the one

All our of lives, covered up quickly

by the tides of time…”

 

De a poco las noches dejaron de estar cargadas de miedos inexistentes, gusté de la oscuridad mientras veía el tintineo de las estrellas a través de las cortinas y el enramado, al tiempo que deseaba la sanación de mi madre; un sueño que era envuelto por el aroma de las mandarinas en rama, del ate de membrillos hirviendo en la cocina y… el frío de un milagro que no sabía cómo pedir.

 

II. PIÑATA ROBADA

 

Corrían las vísperas de navidad; mi primo Pedro, yo, el Cebollón, Mario, el Calacas y el Mayor, quien más me procuraba, salimos desde temprano por la tarde para recorrer las posadas del barrio de Pastita y la panorámica de Guanajuato. La idea era apañarnos los más de dulces, fruta y cuetes que se pudieran para repartirlos en la nochebuena.

 

Yo era el más pequeño de esta caterva de niños y adolescentes, el líder era Pedro, porque según el dicho y las quijadas de unos cuántos, era muy bueno para los madrazos. Ahora entiendo que, rebelde contra el genio de mi tío, él siempre estaba presto a encabezar muchas de las banditas del Cerro de la Bolita, Pastita y alrededores.

 

En esos momentos fui apodado como el “Poin”, por una mala caída que tuve mientras huía de una patrulla y en la que, según aquellos, el chingadazo sonó como un poing muy cabrón, mismo del que la adrenalina me recuperó de inmediato, para seguir escapando de la policía que nos perseguía.

 

La dinámica en nuestras andanzas era más o menos esta: Yo iba por delante junto con los más chiquillos del grupo, pidiendo que nos dejaran entrar a pedir posada, mi cara ayudaba mientras  rogaba que me dejaran pasar “con mi hermanito”, casi siempre lo conseguía. Ya en el festejo, mediante unos chiflidos llamábamos al resto del grupito a la hora del reparto de aguinaldos y de romper la piñata, el objetivo era robar ésta, era la forma en que, según nosotros, le dábamos en la madre a esos riquillos de las privadas del Mogote y de Guijas.  Poco a poco le encontré su encanto a esa adrenalina.

 

Mientras nos aprestábamos para dar el golpe, el Mayor se adelantaba conmigo llevándome de la mano, unas cuadras adelante me dejaba sentado en una banqueta o alguna jardinera, mientras él regresaba a la posada, yo sabía que cuando chiflaran otra vez, significaba que venían escapando con una piñata entre las manos y algún costal lleno de aguinaldo.

 

- ¡Apúrale pinche Poin!

 

- Wey, tu primo angelillo es bien rarito,

 

- Bájale pinche Mario o te voy a madrear.

 

- ¡Ya pues, nomás decía!…

 

Corríamos con rumbo al Cerro de Las Piedras, nos perdíamos entre las casas de cartón hasta llegar al tejaban del Mayor y el Cebollón, lugar que hacía las veces de guarida donde nos repartíamos lo robado…

 

- ¡Ay muchachos!, a ver si un día no me los alcanzan y les pegan.

 

- No se preocupe má, lo hacemos de puro relaj… -

 

¡Zaz!, un sopapo con un cucharón de madera detuvo la explicación del cebollón, el Mayor, su hermano, soltó una carcajada.

 

- ¡Cómo chingados no me preocupo!, luego si los agarran ¿Con qué los saco?, o más malo, que tal si me les dan un mal golpe por sus tarugadas.

 

- No se enoje Doña Mago; mire, mandó decir mi papá que se baje con lo chavos a cenar

por la Navidad, también invitó a Doña Sóstenes junto con Mario y el Calacas;

 

-¡Ay Panchito!, me da pena, además ya casi acabo el arroz

para el caldito que vamos a cenar nosotros,

 

- Pues ya no haga el caldo, allá hay tamales, buñuelos con piloncillo, pollos rellenos y

ensalada, llévese el arroz que al cabo se lleva con los pollos, así coopera y ya no le da pena.

 

- Bueno pues hijo, además el señor Eustaquio siempre nos trata muy bien,

déjenme que esté el arroz y nos bajamos a la huerta.

 

Los solapamientos de Doña Mago le costarían muchos desvelos en un futuro, algunos años más tarde encontraron picado al Mayor, después de un pleito entre aquellos callejones. Nunca se supo quién lo dio aquella puñalada en el pecho.

 

Aquella noche comimos Pulparindos, asamos bombones y quemamos cohetes en una fogata; más tarde, me hicieron darme un tiro con el Calacas, pues estaba de mi pelo y Mario, su hermano, quería saber qué tan bueno era para los vergazos, ambos terminamos chillando con los pómulos hinchados. Entrada la madrugada rompimos a patadas una piñata con forma de estrella de belén, en cada puntapié nos regalábamos la expiación de la rabia que cada quien llevaba a cuestas en su joven espíritu.

 

III. ESTRELLAS EN LAS MANOS

 

Diciembre terminaba, mientras se hacían los preparativos para la cena de fin de año, el señor la casona apuraba con voz autoritaria a todas las manos que ayudábamos, entre éstas las de mi querida tía Albina. En ese entonces no fui consciente de las tristezas que la acongojaban desde hace muchos años, pero sí fui testigo de una advertencia que ese día se le hizo entre dientes:

 

- Va a venir Sonia, ¡Trátala bien! Pobre de ti pendeja si haces alguna escena celos –

 

Pedro y yo fingimos que no escuchamos aquella orden.

 

Recuerdo que labios de mi tía perdieron su sonrisa, vi como sus puños apretujaron un mantel que habría de colocarse una de las mesas, decidió refugiarse el resto del día en la cocina, pocos se dieron cuenta de su ausencia en los convites, se concretó a servir las meriendas y las cenas de la noche, incluida la de la invitada más esperada de todas, Sonia, la dependiente de la boutique del pueblo.

 

Medio año después Albina se escaparía para siempre de aquella casona, huyó solamente con una maleta llena de ropa, unas cuantas joyas, lo que logró sacar de una cuenta bancaria y la dignidad que muchos creían que ya no tenía, además, mucho, mucho miedo. Se perdió durante cinco años de Guanajuato, no la volví a ver durante mi infancia sino hasta mi adolescencia, coincidimos sin querer en una matiné de domingo, ya no olía a membrillos y nunca lo volvió a hacer, pero su cara era fresca y llena de vida, más que la de aquellos frutos que solía meter entre sus ropas.

 

Cayó la noche de ese treinta y uno de diciembre, entre las charlas de los invitados escuché los rumores de que alguien en la familia se estaba volviendo loca, más tarde comprendí que se referían a mi madre…

 

- Pobre Lucha, acabar en el psiquiátrico -,

 

- ¿Quién sabe qué le pasó?, si se veía tan bien –

 

- Don Eustaquio nunca la ha querido por contestona,

se acuerdan cuando la iba a cachetear enfrente de… -

 

- ¡Shhh, ahí viene Don Eustaquio!

- ¡Gracias por tooodo Don Eustaquio!, usted siempre tan generoso.

 

Pedro me rescató de ese mar de maledicencias y, junto a la pandilla, decidimos subir con rumbo del Cerro de las Piedras para armar una hoguera; entre las diversiones que reunimos para la noche, se encontraba un puñado de bengalas llamadas Lluvia de Estrellas, quemarlas en medio de aquella oscuridad hacía que la explosión de chispas de colores fuera como tener estrellas entre las manos, los dientes chuecos de aquellos chiquillos se iluminaban del color del universo.

 

- El Mayor y yo trataremos de cruzar al otro lado para alcanzar

a mi papá, mi jefa ya juntó la lana para el pollero –

 

Meses después lo intentaron sin lograrlo, tuvieron que regresar a su barrio sin ahorros, sin futuro, sin nada; de su papá nunca más supieron algo, no recuerdo su nombre.

 

- Mi Jefa ya juntó para construir otro cuarto y que Mario pueda empezar la prepa.

 

Un año más tarde, varios policías y algunas retroexcavadoras se presentaron para demoler y demoler los tejabanes de ese cerro y desalojar a los pobres que contenían.

 

- Yo quiero regresar a mi…

 

Comencé a llorar sin poder articular más palabras.

 

- ¡Pinche Poin, eres bien chillón!

 

- No seas jotillo…

 

- ¡Que te valga madre si es o no es wey!

 

- Ya pues, ¡cámara Pedro!

 

Prometimos volver a reunirnos otras navidades, nunca sucedió. Al pasar los años me enteré por voz de mi primo sobre el asesinato del Mayor y, mucho después, mientras cursaba la preparatoria, una noche al caminar con rumbo a ésta, vi a un fantasma viviente saliendo de una casucha abandonada en el Barrio de la Alameda, me pareció que era el Cebollón, sujetaba con su mano derecha una mona de estopa, en sus ojos ya no quedaba nada del brillo que reflejaban aquella noche de 1991, fingí que no lo conocía y aceleré el paso, jamás lo volví a ver.

 

La noche avanzó y yo terminaba de quemar las últimas bengalas, sólo pensaba en que al día siguiente podría visitar a mi madre, era festivo y familiar en el psiquiátrico de la “T1” en León;  cuatro meses habían pasado desde que me despedí de ella, esa ocasión apenas sonrió, abrazó sin fuerza a los vástagos y prometió que volvería para dejar atrás todo lo que nos entristecía.

 

Comenzó a resonar sobre la cañada el estruendo de la pirotecnia que anunciaba la llegada del nuevo año, mientras mi rostro se iluminaba con los cohetes que estallaban sobre la ciudad, el ambiente húmedo y gélido de aquella colina desde donde los miraba me invadió… Con esa sensación que uno siente cuando regresa a un lugar donde fue feliz, pero del que se marchó porque ya era necesario partir.

 

Mientras se apagan las últimas chispas de colores en el firmamento, vi pasar el fantasma de una estrella fugaz en esa primera madrugada de mil novecientos noventa y dos, sentí la necesidad de regresar corriendo a la cena de fin de año que se daba en  aquella casona, bajé corriendo la pequeña montaña, traspasé con premura la huerta de mandarinas que abrazaba la parte frontal, un ladrido de bienvenida de la Centella anunció mi entrada, acaricié el lomo de esa perra por última vez en mi vida y, también por última vez en la vida, cené junto a esa familia reunida.

 

Muchos años más tarde regresé a ese lugar, con la paz que el tiempo y la adultez me obsequiaron, acudí para llevar un regalo navideño retrasado para un tío Eustaquio, ahora un viejo solitario, oloroso a mezcal y con muchos recuerdos de mejores épocas, en medio de una casona rodeada de troncos donde antes colgaban las frutos de estos sueños.

 

- ¡Feliz año mijo Ángel! -,


- Feliz año tío Eustaquio.

 

- Dale abrazos de mi parte a todos, también a Lucha, tu mamá -,

 

- Con gusto tío.

 

Los cohetes comenzaron a retumbar sobre aquella hondonada.


A.G. Cabrera.

Navidad de 2022.


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