martes, 6 de septiembre de 2011

Palabras azules


Página azul marino:

A veces creo que mi vida es un círculo de agua, una esfera líquida que no se rompe por más que bote y colisione con las vidas de otros. También es un reloj, avanza y retrocede en forma simultánea: avanza con los años y los besos que quiero dar, retrocede con las palabras que callo y los recuerdos que se pierden en el tiempo.

No sé bien a qué vine a este mundo, pero sí a cómo es esta existencia mía, cómo se sienten los recuerdos que aún conservo como reliquias de la memoria en cofres redondos, burbujas blindadas que yo mismo he construido, para que sigan intactos.

La mañana del accidente, vi a Noé salir apresurado por el pasillo de aquella casa vieja que rentó mi padre en la ciudad. Yo estaba sentado junto al escritorio de tareas, donde pasé horas leyendo el Mio Cid y aprendiendo del diccionario la mayor cantidad posible de palabras. Aquel día, mi gusto por las palabras cambió de dirección y supe que además de sonido tienen color.

Desde la madrugada, yo trataba de entender las oscuras palabras que me hablaban de cuanta hazaña tuvo Ruy, junto a su leal espada. Alguna expresión de angustia en mi rostro hizo que mi hermano viniera a mí con sus palabras tan claras como sus ojos:

Échale ganas, hermano.

Sí, en eso ando, le dije.

Me voy, que no llego a mi primera clase.

Ve con cuidado.

Llegaré pronto, este carro tiene alas…

Sus últimos pasos fueron cuervos de mal agüero. Hicieron eco por toda la casa como graznidos chillantes, hirientes, incandescentes. Entonces, cerré las páginas del castellano medieval, me quedé inmóvil imaginando su trayecto y con la imagen en la frente de sus ojos que me hablaron; apenas escuché que encendió su auto, me sumergí en un recuerdo.

Cuando niños, esperábamos ansiosos la llegada del verano. Los árboles del huerto darían frutos y el río cercano al pueblo estaría vivo de nuevo. Entonces, iríamos a nadar y atrapar ranas de colores. Cada vez que nos escapábamos juntos, lejos de las peleas de nuestros trece hermanos y la ogritud de nuestro padre, sucedía casi lo mismo.

Hermano, vamos a La taza.

Mi papá nos va a pegar si nos vamos.

Le decimos que estábamos allá arriba, con mi tía.

¡Ey!

Nos íbamos cuesta arriba, en dirección a casa de la tía Anita, pero esa calle empedrada también conducía a la pileta redonda que tenía forma de taza de té, donde nos bañábamos. Siempre me pregunté por qué esa redondez y me contestaba imaginando que una mano gigante había salido de entre las nubes y la había trazado con un compás enorme.

¡Ay, está fría el agua!

No seas chillón, me gritaba desde dentro o desde una roca, a punto de saltar al río.

Poco tardaba en sumergirme y pasar horas sin aprender a nadar, pero intentando una y otra vez, hasta que casi se hacía de noche. Mi hermano esperaba por mí ya vestido con sus pantalones cortos y remendados, en cuclillas o hincado hasta que las rodillas se le ponían rojas. Las cosas que inventaba para convencerme de salir pronto dejaron de funcionar:

¡Mira! Se me salió un ojo, decía mientras guiñaba su párpado izquierdo y entre sus manos tenía atrapada una rana azul.

Otras veces fingía pescar algo a la orilla del río y decía que era un pez con alas o una moneda de oro, pero cuando yo iba, asombrado, a ver el hallazgo:

Te engañé. Es una cobachita de agua. Abría sus dedos para que ésta se escurriera. – Ya vámonos.

Hasta que se escondía detrás de un matorral espinoso, yo sentía miedo, salía del agua y me vestía tan rápido como podía. Cuando llegaba al arbusto él ya no estaba. Iba caminando rumbo al río de piedras que nos llevaría cuesta abajo a casa y yo corría con la ropa mojada, tratando de alcanzarlo.

Cuando el verano terminaba, el agua del río también. Las montañas más cercanas se pintaban amarillas y las lejanas más azules; es como si el otoño volviera más nítido el recuerdo. En ese tiempo subíamos a la azotea para ver los pájaros y las montañas. Permanecíamos callados la mayor parte del tiempo. Él, a veces decía algo:

Ese cerro es azul verde. Y volteaba a verme con la montaña reflejada en sus ojos.

Muchos años después supe que ese color también se llama aqua. Fue en aquellas tardes que aprendí a leer sus ojos, cuando me miraba por largo tiempo, hablándome.


Página azul rey:

¿Qué habrá del otro lado del río, más allá de las montañas? Cuando seamos grandes, hermano, vamos a cruzar la montaña más alta. Iremos a la ciudad para estudiar y ayudar a mi mamá… Yo quiero ser dentista. Creo que vivimos en un planeta pequeño que termina en los cerros que rodean este pueblo. ¿Será cierto que del otro lado hay lugares con carros que vuelan? ¿Existirá en serio esa ciudad donde los señores van por comida y ropas que sacan de cajas misteriosas?

Yo sé que sí y me gustaría ir.

Ponía mi mano sobre su hombro cada vez que me veía de ese modo, como una señal de que algún día sabríamos la verdad. Después conocimos Aguascalientes, cuando vinimos a estudiar.

No sé cuánto tiempo estuve rodando la película de nuestra infancia. El sonido desesperado de alguien tras la puerta que daba a la calle me sacó del recuerdo. Pensé que Noé había olvidado algo. Quité la mano del hombro de mi hermano, me paré y fui a abrir la puerta.

¿Aquí vive Noé?, dijo un hombrecito asustado.

Sí, ¿por qué?

Tuvo un accidente y me pidió que avisara en esta dirección…

Olvidé la existencia de los taxis. Corrí en pijama a donde dijo el hombre que estaba mi hermano, como cuando trataba de alcanzarlo después de atrapar ranas y nadar en el río. No pude. Sólo vi su auto aplastado.


Página azul aqua:

¿Qué pasa? No me quiero morir. Tú sabes que quiero salir mi carrera y ponerle su dentadura a mi madre. ¿Cómo llegué hasta aquí? Hermano, no te vayas, mientras te vea aquí sabré que sigo vivo… Vi la luz verde en el semáforo. Después de los círculos que hizo mi carro en el aire, quedé atrapado en el asiento y ya no supe nada más. No sé qué pasó. Yo iba lento. Te lo juro. No sé…

Pude leer lo que sus lágrimas que escurrían por sus sienes me dijeron. Fue como si sus ojos se derritieran mientras trataban de sujetarse de alguna parte en el techo del cuarto de emergencias.

No siento mis piernas, dijo mientras me miraba con la misma incertidumbre de aquellos años.

Toqué su hombro con la misma intención, igual que cuando un alacrán le inyectó su veneno en la planta del pie y cuando las ruedas traseras de una camioneta pasaron sobre su cuerpo.

Los siguientes meses transcurrieron para él sobre una cama. Preparar su comida, limpiar sus heces fecales y bañarlo con esponjas suaves fueron los hechos que me confirmaron que él jamás volvería a caminar. Cuando esto sucedió, quise hablar su lenguaje y decirle con mis palabras que yo estaría siempre, pero su mirada se había perdido. Estuvo ausente mucho tiempo; yo leía para él, tratando de anclarlo con mi voz.


Página azul grisáceo:

Nunca me ha gustado que sientan lástima por mí. No me limpies si no quieres. Déjame solo, al fin que un día moriré. ¡Lárgate! Ya te dije que no me tengas lástima. De todos modos, ya de nada sirvo. Vete con tu poesía y tus novelas, eso no hará que mis piernas funcionen…

Lo siento, hermano. Esto es mucho para los dos y es mejor que creas que no te necesito. Vete, haz lo que siempre has querido.

El día que vi menos azul el color de sus ojos, sentí una extraña vergüenza y no pude hablarle sobre mí, lo que estaba viviendo en esos días, algo que para mí era más vergonzoso que cagarse en la cama. Guardé mis palabras bajo mi lengua y mis párpados. No quise hablarle ni con los ojos y me fui con un nudo en el corazón como equipaje. No supe de él en varios años. Otros hermanos lo cuidaron hasta que pudo manejar una silla de ruedas y pudo concluir el sueño de este lado de la montaña. Sin saber mi secreto, ése que llegó mientras lo dejaba solo.

Sé que fui yo quien no quiso leer más la vida junto a él. Sé que todas sus miradas de los últimos diez años encontraron otros ojos para conversar. Este tiempo fue suficiente para encontrar el camino que lo llevó al sitio que ahora ocupa.

Cuando estoy en casa de mis padres, lo veo salir apresurado, rodando sobre su silla, con su ropa de elocuente dentista. Se despide con los ojos para llegar a tiempo a su primera consulta.

Estoy en su consultorio, recostado sobre el módulo de trabajo. Yo con la boca abierta y él con sus guantes de látex, no podemos evitar la conexión visual de nuestros años maravillosos. Sin querer, más bien queriendo pero con temor, vuelvo a abrir una página azul de su diario íntimo y puedo leer algo sobre pelotas de agua de río que guardan recuerdos.


Página azul turquesa:

¿Recuerdas las tardes de ranas y lluvia, de azoteas y montañas de colores? ¿Te acuerdas también que siempre quise conocer peces y carros con alas? Yo lo tengo presente siempre. También nuestros días universitarios y tus ansias de comerte el mundo.

Te necesité cuando te fuiste a buscar tu identidad. Sé que también me necesitaste, cuando supiste que esa lucha por saber quién eres te llevó a vivir con el virus de los cuerpos desnudos y vulnerables.

Pero veo en tus ojos, tus palabras cafés, que ha sido sólo oportunidad de nacer de nuevo, como yo. Nacimos otra vez, casi al mismo tiempo. Yo dejé de caminar con los pies del cuerpo y tú con los pies del alma…

Voy a cumplir la promesa que te hice frente a esa montaña que impedía el paso de nuestros ojos al otro lado. El día que tu sangre se desborde en un océano y su marea sea tan fuerte que no puedas sostenerte en pie, ese día en que tu reloj quiera cerrar su ciclo y detenerse, estaré contigo. Voy a dibujarte la sonrisa con mis manos y leerás la poesía que quieras que yo escuche. Somos esferas de agua que no se rompen…

A veces pienso, también, que mi silla es un arca a la que puedes acudir cuando tus diluvios sean más tempestuosos. En ella cabrán tú y nuestra familia entera.

Termino de leer lo que sin palabras me dice y hacemos las paces de manera tácita. A medida que me alejo del consultorio, pasa, otra vez, una serie de imágenes que juntas construyen una nueva historia en la que ya no somos personajes cómplices. Él es el protagonista vencedor, que se levantó de una cama una década atrás, para hacer que la esfera no llegara a romperse estando vacía.

Voy alejándome de la ciudad en la que vive, del otro lado de las montañas, la más cercana al pueblo de nuestra infancia. No estoy seguro si en realidad sus ojos dijeron todo cuanto leí o sólo es lo que me gustaría que dijeran algún día. Y mientras me acerco a esta ciudad, la que juntos imaginamos hace tanto tiempo, completo la figura del doctor exitoso en el que se ha convertido y, al mismo tiempo, abro un cofrecito redondo y transparente para guardar todas sus palabras azules.

Autor: José de Jesús Velasco

Aguascalientes México.

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