lunes, 27 de abril de 2020

QUERÍA SABER QUE ESTÁS BIEN.

Pintura: "Una calle oscura", Nikolai Sinezubov, 1933.


Me resulta extraña esta espera, hace tanto tiempo que no le veo; no comprendo, ni soy consciente de la razón por la que estoy camino a reunirme con él. Abordo el autobús que me ha de llevar al destino, tomo asiento en un desgastado sillón, sólo cuatro personas y yo viajamos ahí; no distingo a nadie, ni... me esfuerzo en hacerlo, cada quien viaja en el silencio de sus pensamientos, una mujer solloza tragándose alguna pena, a nadie parece importarle, de vez en cuando sus lamentos rompen el tedio.

- ¿Hemos llegado?, la silueta al volante se limita a abrir la vieja puerta de metal, todos descienden y las calladas compañías de viaje toman sus propios destinos, los sollozos se escuchan cada vez más distantes.

Arribo a una ciudad de altos edificios; gris y vacía, sus largas avenidas abruman por las ausencias que hace tiempo no las transitan, el ocaso pinta el horizonte, el polvo acumulado es testigo de una desgastada y vieja abundancia.

Mis pasos, en un arrebato de certeza inconsciente, me guían con cierta premura hasta un edificio, la oscuridad alcanzó mi andar; entro a una elegante pero cascada recepción, iluminada apenas por una luz parda, me recibe una mujer madura a la que, por más que me esfuerzo, no logro distinguir las facciones. Pregunta en osco tono – ¿a qué vienes?,

- vengo… con Martín, es que…

- ¡sí, sí, sí, pasa al elevador y sube al último piso!, ahí te encontrará.

Me adentro en una habitación con la puerta abierta; todo en su interior es de un blanco ahajado, la cama desordenada me recuerda alguna donde pernoctamos juntos en un pasado viaje y decido recostarme a esperar, una intranquila pesadez me invade hasta casi caer dormido, unos pasos me sacan del absorto,

- ¡Amiguito, amiguito!, ¿cómo estás?, exclama un Martín congelado en el tiempo, 

- muy… bien, bien – mi voz entrecortada contiene las lágrimas, 

me interrumpe con un tono firme y franco:

– ¡No pedí invitarte, para que me vinieras a lloriquear!, quería verte y saber que estás bien, no lo arruines;

 - sí, sí, perdón, ya sé cómo eres, estoy muy bien ahora; sabes, recién pasé por lo mismo que tú, casi me doblo entre las plaquetas, las largas noches, el dolor, el insomnio, la depresión…

- ¿Y ahora, cómo estás?,

- mucho mejor, realmente mejor,

- se ve, quería saber que estás bien, por eso pudiste venir hasta acá.

Toma una botella semivacía a la que hace tiempo no se le quita el corcho, me sirve un trago de Absenta, como recordando los viejos tiempos en que nos embriagábamos con ésta;

 - ¿tú no vas a tomar amiguito?,

- no tiene caso amiguito, aquí no tiene ningún caso,

- ¿por qué?,

- porque aquí no tiene sentido, sabor, nada -.

Me invaden unas ganas de ir al sanitario, le pido esperarme. En el interior de éste hay una pequeña ventana que permite ver al exterior mientras orino, asomo un poco y me percato de algo perturbador, todo en el exterior permanece a oscuras, tal parece que el único lugar iluminado es este viejo penthouse. La luz lunar apenas me deja distinguir sombras que corren erráticas entre las calles que rodean el viejo hotel.

Vuelvo a la habitación, - ¡Martín!, ¿amiguito?, ¿Martín? -, le llamo insistentemente sin respuesta; noto lo que resta de la botella sobre una mesa, cerca, una pequeña nota que dice:

“TOMA OTRA COPA POR MÍ; CUANDO SALGAS, DEJA LA BOTELLA EN SU LUGAR, LA SEGUIRÁS BEBIENDO CUANDO TE VUELVA A VER ACÁ.

AL MARCHARTE, LLÉVATE DE AQUÍ LO QUE GUSTES”.

Observo a mi alrededor, veo una pequeña caja de cristal que contiene lo que parece un par de pañuelos aperlados, la abro guiado más por la curiosidad que por la posibilidad del obsequio, dos moscas revolotean desde su interior y un escalofrío me recorre.

Cierro rápidamente la cajilla, algo en mi mente me dice que regresaré y éstos servirán para limpiar mis labios del absenta que entonces he de beber, las dos moscas, sin saber cómo, volvieron al interior de la cajilla de cristal, me apresuro a salir, apenas  puedo dejar una nota con pulso acelerado diciendo: DESCANSA EN PAZ AMIGUITO MÍO.

Me topo nuevamente con la mujer del acceso, me dice con tono imperioso  – ¡Dirígete a donde te dejaron, ahí pasarán por ti!; sin sentido, en medio de aquella oscuridad apenas rota por sombras aceleradas que el rabillo de mi ojo capta, encuentro el camino de regreso.

Despierto, estoy en mi recámara y pienso…

Volveré a verlo un día. 

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